La vaca y el cerdo: ¿buenos o malos para comer? Sobre el amor a la vaca en India y la porcofobia en Oriente Medio



La vaca y el cerdo: ¿buenos o malos para comer? 

Una aproximación al porqué de la divinidad de la vaca en la India y el aborrecimiento del cerdo en Oriente Medio

Brais Paisal Lombardero



1.     Introducción.

Dentro de las ciencias sociales se puede encontrar un gran número de líneas de investigación, así como un amplio espectro de temáticas de interés. Entre ellas, se halla toda una literatura económica y sociológica relativa al porqué del comportamiento y conducta humana. ¿Es el ser humano un hombre racional o, por el contrario, las decisiones de los hombres y las mujeres responden a una serie de impulsos que van “más allá” de la física? Ante tales cuestiones existen variadas respuestas elaboradas desde diversas coordenadas teóricas, suponiendo alguna de estas aquellas dadas por la Teoría de la Elección Racional (junto con sus modulaciones), por las explicaciones racional-cognitivas reivindicadas por sociólogos como Boudon, o por las teorías que otorgan un mayor peso causal a variables sociales o culturales (aquellas que enfatizan, por ejemplo, en la socialización como principal director de la acción humana).

Dicho esto, el presente trabajo se encuadra dentro del área de interés académico mencionado recientemente, es decir, se preocupa por conocer los motivos por los cuales determinadas sociedades (y consecuentemente los individuos que viven en ella) actúan de una manera específica ante situaciones concretas y por qué. Siendo más precisos, el objetivo de este breve ensayo no supone otro que la resolución de las siguientes cuestiones: ¿por qué la vaca es sagrada en India? ¿Por qué los musulmanes y judíos no comen cerdo?

Con notoria influencia de la estrategia de investigación conocida como materialismo cultural, se tratará de argumentar acerca de las causas de tales comportamientos, vislumbrando, consecuentemente, la naturaleza de dichas acciones. De esta manera, en el presente trabajo se expone si la veneración hindú de las vacas, así como la porcofobia característica del islam o el judaísmo, responde a una serie de preceptos irracionales e idealistas, o si bien, como se verá, atiende a motivos racionales y materiales.

Por último, quedaría por especificar que, para la óptima resolución de las preguntas de investigación marcadas, se emplearán las obras escritas por Marvin Harris, antropólogo[1] estadounidense considerado como el principal representante del mencionado enfoque de investigación.

 

2.     El materialismo cultural.

Para resolver las cuestiones del presente trabajo, se emplean las explicaciones causales dadas desde las coordenadas del materialismo cultural, por lo que resulta necesario y prudente realizar una breve presentación acerca del mismo, familiarizando, de esta manera, al lector con el vocablo y tecnicismos materialistas empleados en las restantes partes del trabajo (facilitando, así, la comprensión de las tesis defendidas).

El materialismo cultural, cuyo autor más importante es el antropólogo estadounidense Marvin Harris, supone la estrategia de investigación que sostiene que la tarea principal de la antropología resulta dar explicaciones causales a las diferencias y similitudes en el pensamiento y en el comportamiento que se encuentran en los grupos humanos. Para tal ejercicio, desde el materialismo cultural se entiende que lo más acertado es estudiar las limitaciones o condiciones materiales a las que está sujeta la existencia humana, considerando que las causas más probables de la variación en los aspectos mentales o espirituales de la vida social son la forma en la que se produce y reproduce una sociedad atendiendo a sus limitaciones establecidas por la biología y el ambiente[2]. De igual forma, los materialistas culturales rechazan la noción de que todo cambio cultural importante se dé por contradicciones dialécticas, sosteniendo que buena parte de la evolución cultural “ha sido provocada por la acumulación gradual de rasgos útiles a través de un proceso de prueba y error” (Harris, 2021) (difiriendo, por tal motivo, de los materialistas dialécticos)[3].

Por otra parte, dicha estrategia de investigación, aun siendo consciente de la falta de consenso académico a la hora de determinar la importancia (y priorizar la investigación) de las subdivisiones de las categorías estudiadas en diferentes sociedades por la antropología (el aspecto conductual, de producción, de reproducción y el creativo), establece un patrón universal integrado por tres divisiones principales, siendo estas la infraestructura, estructura y superestructura[4] (Harris, 2021):

(1)   La infraestructura se compone de las actividades conductuales mediante las que la sociedad satisface sus requisitos mínimos de subsistencia (modo de producción) y regula el crecimiento demográfico (modo de reproducción).

 

(2)   La estructura se encuentra constituida por las actividades económicas, políticas y conductuales, pudiéndose hablar de economías domésticas o economías políticas en función de si el foco de organización se centra en grupos domésticos o en las relaciones internas y externas de la sociedad global.

 

(3)   La superestructura está integrada por la conducta y pensamiento dedicados a actividades artísticas, lúdicas, religiosas e intelectuales junto con los aspectos mentales que garantizan la perdurabilidad de la estructura y la infraestructura de una cultura.

Comprendido esto, quedaría por concretar que esta estrategia de investigación enfatiza en la infraestructura como causa de la estructura y la superestructura, llamándosele a esto materialismo cultural. Es decir, el materialismo cultural se puede definir como la estrategia de investigación que subraya la importancia causal de la infraestructura, es decir, de la intensificación de la producción (modo de producción) y de la presión reproductora (modo de reproducción) que presenta una sociedad en consonancia con los límites del ecosistema (nivel de sustentación ecológico) en el que habita (Harris, 2021).

De esta manera, y para finalizar, se entiende que el objetivo de la antropología cultural consiste en la demostración de la relación entre el bienestar material y espiritual y los costos y beneficios de diversos sistemas para incrementar la producción y controlar el crecimiento demográfico, por lo que la presión reproductora, la intensificación de la producción y el agotamiento ambiental parecen contener la clave de la comprensión de la evolución de las culturas. Así mismo, desde las coordenadas del materialismo cultural se defiende que, a variables similares bajo condiciones similares, se producen consecuencias similares, ocasionándose relaciones deterministas entre fenómenos culturales (de ahí que en alguna ocasión el propio Marvin Harris se refiriese a su trabajo como determinismo cultural). Es decir, en opinión del materialismo cultural, las culturas, en general, se han desarrollado a lo largo de sendas paralelas y convergentes que son sumamente previsibles a partir del conocimiento de los procesos de producción, reproducción, intensificación y agotamiento, por lo que la libre voluntad y la elección moral de las personas no han tenido ningún efecto significativo (prácticamente) en la dirección seguida hasta ahora por los sistemas desarrollados de vida social (Harris, 2019).

Por último, una vez explicado el enfoque y la estrategia de investigación empleados para la elaboración del presente trabajo, cabe recalcar que para responder a la misma se hace necesario, entendido lo expuesto en los anteriores párrafos, atender a las condiciones materiales de vida de las sociedades donde surgieron dichos tabús. De esta forma, comprendiendo la infraestructura (el modo de producción y en el modo de reproducción) de las sociedad india y oriental-islámica (y judía) se vislumbrará el porqué de su aparición, alegándose que, si a variables similares bajo condiciones similares se producen consecuencias similares, aquellas sociedades que presenten una similar infraestructura, también presentarán, con el tiempo, los mismos tabús. En definitiva, la vaca sagrada y la porcofobia no atendería, así, a un cambio mental o conductual azaroso o por la libre voluntad y la elección moral de las personas, sino por el efecto infraestructural en la estructura y superestructura de las sociedades donde aparecieron dichas instituciones culturales.

 

3.     Bueno para comer, bueno para pensar.

A lo largo y ancho del reino animal, existen especies zoológicas herbívoras, carnívoras y omnívoras. Las primeras se caracterizan por alimentarse de vegetales, las segundas de carne y las terceras de ambos. El homo sapiens, en la medida en que se nutre de alimentos de ambas naturalezas, se encuentra dentro del grupo de los omnívoros, es decir, presenta la capacidad metabólica de transformar una gran serie de alimentos de origen vegetal y animal en energía. No obstante, como otros casos de omnivorismo, los seres humanos no comen literalmente todo. Es más, el inventario dietético de la mayoría de las sociedades parece bastante reducido en comparación con la gama total de posibles alimentos existentes en el mundo.

En una primera instancia, resulta tentador establecer la hipótesis de que el ser humano no engulle todo lo posible, dado el repertorio trófico disponible, por motivos biológicos. Sin embargo, muchas de las sustancias que estos no comen son perfectamente fagocitables desde dicho punto de vista. De hecho, las variaciones genéticas sólo pueden explicar una fracción muy pequeña de este suceso, por lo que la causa de que algunas sociedades coman y encuentren deliciosos los alimentos que otras sociedades menosprecian y aborrecen responde a algo más que la pura fisiología de la digestión. Y este algo más, según el materialismo cultural, son las tradiciones gastronómicas de cada pueblo; es decir, la cultura alimentaria de una determinada sociedad (Harris, 2017A). Pero, ¿a qué se debe tal diversidad alimentaria?

En la segunda mitad de la década pasada estaban de moda aquellas explicaciones antropológicas que sostenían que los hábitos alimentarios eran accidentes de la historia que expresaban mensajes derivados de valores fundamentalmente arbitrarios o creencias religiosas inexplicables. Pero frente a esta interpretación idealista[5], la cual sostiene que las diferencias gastronómicas se deben buscar en la estructura de pensamientos subyacentes del pueblo que se trate (es decir, que las preferencias alimentarias se deben a motivos irracionales), y sin negar la carga simbólica que puedan contener los alimentos, se debe cuestionar lo siguiente: ¿qué aparece antes, los mensajes y significados o las preferencias y aversiones?

Desde el materialismo cultural se defiende (ampliando la máxima de Claude Lévi-Strauss de que existen alimentos buenos para pensar” y “alimentos malos para pensar”) que el hecho de que los alimentos sean buenos o malos para pensar depende de si son buenos o malos para comer. Es decir, la comida debe nutrir el estómago colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva. Por ello, los alimentos preferidos (los buenos para comer) resultan aquellos que presentan una relación de costes y beneficios prácticos más favorables que los alimentos que se evitan (los malos para comer) (Harris, 2017A). Estos costes y beneficios no siempre se encuentran alineados con el valor nutritivo de los alimentos, aunque por lo general los preferidos sean los que reúnen más energía, proteínas, vitaminas o minerales por unidad, sino que atienden también a si la producción de estos exige demasiado tiempo o esfuerzo, así como por sus efectos sobre el suelo, la fauna, la flora y otros aspectos del medio ambiente. De hecho, como se confirmará en las futuras páginas, y adelantando alguna de las tesis del presente trabajo, la falta de viabilidad ecológica de la producción cárnica puede reducir hasta tal punto los beneficios nutritivos del consumo de carne que ésta es evitada.

 

3.1.          La carne: ¿buena o mala para pensar?

La antropología ha registrado un gran número de sociedades donde la carne supone el alimento más importante de sus dietas, y prácticamente todas ellas expresan una particular estima por la carne al servirse de ella como medio para reforzar los vínculos de unión entre compañeros de campamento y parientes. Aportando algunos ejemplos, según Janet Siskind, las mujeres sharanauas persuaden a los hombres, por medio de burlas y lisonjas, para que partan de caza y traigan más carne (y estos saben que las mujeres no se acostarán con ellos si no hay carne en la aldea); para los kaingang, la carne supone el producto principal en la dieta, siendo todo lo demás guarnición; según Robert Carneiro, no hay comida de los amahuacas sin carne; dentro de la tribu de los sirionos, la carne es el producto más deseado; en palabras de David Maybury-Lewis, en los shavantés “la carne supera a todas las demás formas de comida en la estima y en las conversaciones”; y atendiendo a lo explicitado por Richard Lee, tanto los hombres como las mujeres !kung valoran más los alimentos de origen animal que los de origen vegetal (Harris, 2017A).

Y es que existen buenas razones para estar molestos ante la carestía de carne, como lo estaban los polacos y los europeos orientales en la segunda mitad del siglo XX tras la posibilidad de los recortes en sus raciones de carne por parte de los gobiernos socialistas, pues los alimentos de origen animal tienen una importancia decisiva para una alimentación sana. Esto se debe a que la carne se constituye como una fuente de proteínas mejor, por porción cocinada, que la mayor parte de los alimentos de origen vegetal, siendo también su calidad más elevada que en aquellos. Es decir, cuantitativa y cualitativamente, los alimentos de origen animal siguen siendo una fuente de proteínas mejor que los de origen vegetal, además de aportar vitamina D, C e hierro, indispensable para el transporte del oxígeno en la sangre. De hecho, durante la mayor parte de la historia humana, los hombres y mujeres estuvieron orgánicamente adaptados a un consumo de 788 gramos diarios de carne roja, cuatro veces, aproximadamente, el consumo per cápita medio de vacuno, porcino, ovino y caprino del norteamericano actual. Y, dicho sea de paso, es probable que sólo tras la adopción de los modos de producción agrícolas los cereales se convirtieron en el alimento básico de la humanidad, siendo también probable que en la dieta paleolítica la contribución en calorías o proteínas de los cereales fuera insignificante (Harris, 2017A).

Por todo ello, la fuerza simbólica de la carne ha resultado histórica y transculturalmente muy poderosa. Ninguna de las grandes religiones mundiales ha instado jamás a sus seguidores a practicar el veganismo ni desterrado completamente la carne de las dietas de la gente corriente (en el budismo sólo un número relativamente pequeño de extremos devotos se privaban voluntariamente de cualquier alimento de origen animal). De la misma manera, no resulta casualidad que el sacrificio y consumo de rituales de animales domésticos constituyeran el punto central de los sacramentos de las castas sacerdotales descritas en el Levítico. Mismamente, la idea de sacrificio se desarrolló, posiblemente, a partir del reparto de la carne en los campamentos y aldeas de la época prehistórica (institución fundamental para las doctrinas formativas del cristianismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam).

Por otra parte, si se observa a otras especies de primates, al contrario de lo que se creía, los monos y los simios no sólo son omnívoros como los humanos, sino que también se asemejan a estos en la medida en que arman un gran alboroto cada vez que comen carne. Según William Hamilton, los babuinos prefieren alimentarse en primer lugar a base de sustancias de origen animal, y los chimpancés, nuestros parientes más cercanos en el reino animal, son cazadores apasionados y relativamente eficaces. Sin embargo, esto no quiere decir que los seres humanos presenten una programación genética análoga a la que empuja a los leones y demás carnívoros a alimentarse de carne, sino que lo más probable es que la fisiología y procesos digestivos humanos los predisponen a aprender a preferir los alimentos de origen animal (Harris, 2017A). Y sumado a esto, tampoco se pretende afirmar que comer carne equivale a poder prescindir de los alimentos de origen vegetal, ni tampoco que podamos consumirlos en todas sus variedades en cantidades ilimitadas sin peligro para nuestra salud (de hecho, existen indicios de una posible relación entre las dietas deficientes en fibra y el cáncer de colon).  

En conclusión, se puede observar que, a grandes rasgos, la carne semeja buena para comer y, consecuentemente, buena para pensar. Por ello, y siendo la carne animal tan nutritiva, lo esperable sería que todas las sociedades colmasen su despensa con carne de todas las especies animales posibles. Sin embargo, en todo el mundo existen culturas que se niegan a consumir determinados tipos de carne. Un ejemplo de ello supone los casos a estudiar en el presente trabajo, es decir: ¿por qué los hindús no comen carne de vaca? Y ¿por qué los judíos y musulmanes aborrecen el cerdo?

 

 

4.     La vaca sagrada.

Como se ha podido observar con anterioridad, el inventario dietético humano difiere mucho entre sociedades, y esto no es resultado de la condición orgánica del homo sapiens, sino que es causado por la relación entre los costes y beneficios de comer o no comer un determinado alimento. Es decir, el hombre y la mujer no se presentarían, en este trabajo, como individuos irracionales respecto a este asunto, pues el itinerario gastronómico de cada cultura respondería a una practicidad plausible. De igual manera, ciertas sociedades tienen la peculiar característica de repudiar determinadas carnes, siendo el paradigma de ello el rechazo hindú de la carne vacuna, pero, ¿que la vaca sea mala para pensar en la India guarda relación con lo descrito hasta este momento?

Los hindúes creen que todo lo que proviene de la vaca es sagrado, y dar protección y rendir culto a esta simboliza también la protección y adoración de la maternidad humana. De hecho, el artículo 48 del capítulo “Principios rectores de la política estatal” de la Constitución federal india exige la prohibición del “sacrificio de vacas y terneros y otros animales de ordeño y tiro” (Harris, 2017A). Este amor a las vacas, para el occidental familiarizado con las modernas técnicas industriales de la agricultura y la ganadería, parece absurdo, incluso suicida. Sin embargo, más allá de lo irracional que pueda parecer dicha conducta, esta guarda tras de sí, según el materialismo cultural, una explicación práctica.

En un primer momento, la carne de vaca era consumida periódicamente en la región comprendida entre los ríos Indo y Ganges. De hecho, durante la época védica, los actos ceremoniales acababan con una gran distribución de carne entre los fieles, y todo ello bajo la supervisión de los sacerdotes brahmanes. Pero a partir del año 600 a.C., los cacicazgos védicos no pudieron mantener las grandes cabañas de bovinos como reservas de riqueza, ya que la población creció, los bosques se redujeron, las tierras de pasto se labraron y el antiguo estilo de vida de semipastoreo dio paso a formas intensivas de agricultura y explotación lechera del ganado. Y toda esta transición respondía a una sencilla relación energética: al limitar el consumo de carne y concentrándose en el ordeño y cultivo de cereales, legumbres y demás vegetales, se podía sustentar a más gente (Harris, 2017A). De esta manera, al no poderse mantener las altas tasas de matanza y redistribuciones pródigas sin la ingestión antieconómica de animales que eran necesarios para arar y abonar las tierras, el período de abundantes sacrificios de ganado y consumo vacuno llegó a su fin (Harris, 2019).

Con el aumento de la densidad poblacional descrito durante dicha época histórica, el ganado comenzó a competir con el hombre por los recursos alimentarios, haciéndose su carne demasiado costosa como para distribuirla con la tradicional generosidad propia de los caciques védicos. Además de ello, el clima de la región condicionó la toma en consideración del ganado bovino como el elegido para no ser sacrificado, pues la situación pertinente en la India es la ausencia periódica de lluvias monzónicas, siendo frecuentes las sequías. De esta manera, el tabú que prohíbe sacrificar y comer carne de vaca puede resultar un producto de la “selección natural”, pues los agricultores que sucumbían a la tentación de matar a su ganado vacuno en época de sequía, en tiempos de lluvias no podían arar el campo, por lo que el sacrificio masivo de dichos animales bajo la presión del hambre constituyó una amenaza mucho mayor al bienestar colectivo que cualquier posible error de cálculo de agricultores particulares respecto a la utilidad de sus animales en tiempos normales (Harris, 2017B). Es decir, si los campesinos no conservasen la vida de las vacas y bueyes temporalmente inútiles, no podrían reanudar el ciclo agrícola cuando mejoraran las condiciones. Por ello, una de las tesis que defiende el propio Marvin Harris es que la aparición del budismo estuvo relacionada con los sufrimientos de las masas y el agotamiento del medio ambiente. De esta manera, la prohibición budista del consumo de carne de vacuno debió de encontrar su eco en las aspiraciones de los campesinos más pobres (Harris, 2017A).

Teniendo en cuenta lo explicado hasta este momento, se observa que el ganado vacuno supone la única especie animal que no se puede eliminar en la India, pues eran los únicos que tiraban de los arados de los que dependía todo el ciclo de la agricultura basada en las lluvias (es decir, para labrar los duros suelos que abundan en la mayor parte de la India septentrional). Consecuentemente, bajo la amenaza de las sequías provocadas por la ausencia de lluvias monzónicas, el amor del agricultor a la vaca se traducía directamente en amor a la vida humana, y no de una manera simbólica, sino práctica. De esta manera, el tabú de la carne vacuna fue el resultado acumulativo de las decisiones individuales de millones y millones de agricultores de no matar a su ganado dada su utilidad (Harris, 2019). Y no solamente por ello, ya que la vaca, aparte de resultar útil como animal (o generador de animales) de tiro, son los animales que se alimentan con los desperdicios de la aldea, producen leche y su boñiga puede constituirse (mezclada con agua) como material para recubrir el suelo del hogar, además de funcionar como estiércol para el cultivo de alimentos y combustible para el fuego culinario (es decir, la vaca vale más viva que servida en un plato).

En resumidas cuentas, el amor a las vacas, con sus símbolos y doctrinas sagrados, protege al agricultor contra cálculos que sólo son “racionales” a corto plazo (Harris, 2017B). Sin embargo, llegados a este punto, el lector puede pensar que, si bien el tabú de la vaca tuvo su sentido histórico, en la actualidad, dados los avances tecno-científicos en la India, no tendría por qué seguir existiendo. Pero más allá de lo explicado por Durkheim en Las reglas del método sociológico, con aquello de que una interpretación cultural pervive más allá de su funcionalidad (cuando la sociedad en su conjunto se transforma), la situación socioeconómica del país oriental no incentiva a cambiar dicho hábito. Esto se debe a que, actualmente (más concretamente a finales del siglo pasado), la India cuenta con 60 millones de granjas, pero solo con 80 millones de animales de tracción. Además, los agricultores indios no se pueden permitir comprar tractores, pues la transformación de los animales y el estiércol en tractores y en petroquímica requeriría la inversión de sumas increíbles de capital. Sumado a ello, si la economía agrícola tuviera que desarrollarse al nivel de la de los Estados Unidos, habría que encontrar en poco tiempo trabajo y alojamiento para 250 millones de campesinos desplazados. A parte, un incremento sustancial en la producción de carne de vaca forzaría el ecosistema entero, descendiendo la eficiencia de la producción de alimentos al interponer animales adicionales en esta (es decir, hay más calorías disponibles per cápita cuando la población consume directamente el alimento de las plantas que cuando lo utiliza para alimentar animales domesticados) y la orientación de las tierras cultivadas hacia la producción de carne sólo provocaría una elevación en los precios de los artículos alimentarios, pues la ingestión de calorías per cápita ya está por debajo de los requisitos mínimos diarios en la India (Harris, 2017B).

Por todo ello, llegados a este punto, se puede observar, como conclusión, que el tabú de la vaca sagrada, según el materialismo cultural (y atendiendo a lo explicado), se presenta como una forma de superesetructura consecuente con el modo de producción (economía fuertemente agrícola en zona de sequías con campesinos con pocos recursos) y el modo de reproducción (alta natalidad y rivalidad poro los recursos) de la sociedad hindú. Por este motivo, más que suponer un acto irracional, que la vaca sea mala para comer y mala para pensar en la India responde a una serie de hechos prácticos y racionales. En otras palabras, “el vegetarianismo hindú no fue una victoria del espíritu sobre la materia, sino de las fuerzas reproductivas sobre las productivas” (Harris, 2019). Así, en la India, la intensificación de la producción, el agotamiento de los recursos naturales y el aumento de la densidad de población empujaron la espiritualidad a límites de crecimiento mayores que en cualquier otra región del mundo preindustrial (con excepción del valle de México) (Harris, 2019).

 

5.     El tabú de la carne porcina.

De todos los mamíferos domesticados, el cerdo es el que posee una mayor capacidad para transformar las plantas en carne de forma rápida y eficaz, pues, a lo largo de su vida, este es capaz de convertir el 35 por 100 de la energía que contiene su pienso en carne, frente al 13 por 100 en el caso de los ovinos y el 6’5 por 100 en el de los vacunos. Pero, aún resultando evidente que el fin esencial de dicho animal es producir carne para la nutrición y deleite humano, existen culturas, como la musulmana o la judía, que aborrecen la carne porcina. Es más, ¿por qué prohibió Yahvé y Alá[6] no sólo saborear su carne, sino incluso tocarlo, ya estuviera vivo o muerto?[7]

Diversas resultan las hipótesis existentes sobre la resolución a dicha cuestión planteada. Una de ellas supone aquella que afirma que el tabú de la carne porcina se debe a su “porquería”, es decir, a que el cerdo resulta un animal muy sucio. Esta fundamentación del temor y repugnancia hacia el cerdo se remonta, como mínimo, a la época del rabí Moisés Maimónides, médico en la corte de Saladino en el Egipto del siglo XII quien proporcionó la primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán a dicha carne (Harris, 2017B). Este profesional de la salud decía que Dios había querido prohibir la carne de cerdo como medida de salud pública, pues “la principal razón de que la ley prohíba su carne ha de buscarse en la circunstancia de que sus hábitos y sustento son sumamente sucios y repugnantes” (Harris, 2017A). Otra de las hipótesis, relacionada con la anterior, es que la carne de cerdo era mala para comer porque si se cocinaba mal se podía contraer triquinosis. Concretamente, en 1859 se estableció por primera vez el vínculo clínico entre la mencionada enfermedad y el animal, convirtiéndose en actividad principal para los teólogos del momento la elaboración de toda una serie de explicaciones basadas en la higiene pública para los restantes tabúes dietéticos que aparecen en la biblia: los animales salvajes y las bestias de carga se prohibieron porque su carne era complicada de digerir; el marisco había de evitarse porque transmite las fiebres tifoideas; y la sangre no es buena para comer porque el flujo sanguíneo es caldo de cultivo perfecto para los microbios (Harris, 2017A). Sin embargo, dichas hipótesis resultan heurísticamente débiles, pues pueden desmontarse fácilmente al introducir la consideración de otras variables en la ecuación. Para empezar, si Yahvé hubiera deseado proteger la salud de su pueblo, le habría ordenado comer sólo carne de cerdo bien cocida en vez de prohibirla totalmente. En segundo lugar, el hecho de que resulten “sucios” no es intrínseco a su naturaleza, sino que su presunta afición al excremento responde a la forma en la que se ha criado, ya que lo hacen para refrescarse, prefiriendo claramente un lodazal limpio y fresco a uno contaminado con heces y orina. Y, en tercer lugar, el cerdo no es el único vector de enfermedades humanas, pues la vaca y la oveja mal cocinadas son fuente de parásitos, anemia grave y otras enfermedades infecciosas (y más mortales que la triquinosis) como la brucelosis o el ántrax (Harris, 2017B). Por último, otra explicación acerca del mismo hecho resulta aquella aportada por James Frazer, quien sostiene, desde una posición sumamente mística, que la razón para no comer cerdo consistía en que eran animales originariamente divinos.

Ante dichas explicaciones, que o bien resultan erradas o bien suponen explanans idealistas, desde el materialismo cultural se defiende que el tabú de la carne porcina responde a la amenaza que supuso la cría de cerdos a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales de Oriente Medio (Harris, 2017B).

El Antiguo Testamento presenta una fórmula bien precisa para distinguir las carnes aptas para consumo de las prohibidas: “todo animal de casco partido y pezuña hendida y que rumie lo comeréis”[8] (Lev. 11:3). Esto se debe a que en Oriente Medio resultaba fundamental que los animales domesticados y pensados para su consumo y cría fuesen rumiantes, pues a partir de estos podían obtener carne y leche sin tener que compartir los cultivos destinados al consumo de carne humano con su ganado. Además, en lugar de competir con los humanos, los rumiantes aumentaban todavía más la productividad agrícola al suministrar fertilizantes en forma de estiércol y fuerza de tracción para el tiro de arados (Harris, 2017A). Por otra parte, el Levítico prosigue afirmando expresamente que el cerdo sólo se ajusta parcialmente a ella, pues “divide la pezuña”, pero no “rumia”, por lo que su ingesta está prohibida. La razón estribaría en que los cerdos no se presentaban tan útiles como los rumiantes al no poder generar leche u otros servicios como la tracción para el cultivo, además de que estos presentaban el defecto de que no estaban bien adaptados al clima y a la ecología del lugar (los cerdos eran habitantes de las riberas fluviales y los valles boscosos con abundancia de agua). Y esta mala adaptación ambiental se debe en gran parte a que los cerdos no pueden sudar al carecer de glándulas sudoríparas, necesitando fuentes externas de humedad para mojarse. Por tanto, criar cerdos en Oriente Medio era, y todavía es, mucho más costoso que criar rumiantes, porque a los primeros debe proporcionárseles sombra artificial y agua para sus lodazales, y su dieta debe complementarse con cereales y otros productos vegetales aptos para el consumo humano. Y sumado a ello (y recordando lo afirmado anteriormente), los porcinos no pueden tirar de arados, su pelo no se presta a la elaboración de fibras y tejidos y no se les puede ordeñar. En definitiva, el cerdo en Oriente Medio se hizo no sólo inútil, sino algo todavía peor: se convirtió en una criatura nociva, muy costosa y poco beneficiosa, por lo que su cría y consumo se volvió tabú (Harris, 2017A).

Para finalizar, un dato curioso relativo al islam y la prohibición de la ingesta de la carne porcina (y que reforzaría la teoría dada desde el materialismo cultural) es que esta religión se asentó e hizo más fuerte en aquellas regiones del mundo donde el cerdo resultaba un animal secundario, fracasando donde este era o es fundamental. De hecho, cada vez que ha penetrado en regiones en las que esta ganadería era una de las bases del sistema agrícola tradicional (zonas de Malasia, África subsahariana, Indonesia o Filipinas), el islam perdió en el intento de ganar para su causa a porcentajes importantes de la población. En China, por ejemplo, el islam apenas ha penetrado, quedando confinada en las regiones áridas y semiáridas del oeste del país y, en el caso de Albania, se puede observar cómo la división religiosa entre cristianos y musulmanes guarda correlación con las áreas geográficas con superficie arbolada y deforestada. Es decir, en otras palabras, hasta el día de hoy el islam presenta un límite geográfico que coincide con las zonas ecológicas de transición entre las regiones boscosas, bien adaptadas a la ganadería porcina, y las regiones en que un exceso de sol y calor seco hacen de ésta una práctica arriesgada y costosa.

 

6.     Conclusión.

La preocupación por la búsqueda de las causas del origen de los fenómenos sociales supone uno de los objetivos fundamentales de la sociología como ciencia, así como también de otras ramas del saber como la economía, la psicología o la antropología. Por ello, a lo largo del desarrollo de la disciplina se intentó aportar una teoría del comportamiento humano, presentándose diversas las perspectivas existentes relativas a dicho asunto. De esta manera, muchos son los hombres y mujeres que otorgan una presunción de irracionalidad al ser humano, así como también resultan muchos los que afirman lo contrario. Pero más allá de todo debate, en el presente trabajo, que ahonda en dicha preocupación académica, se ha mostrado al lector cómo una serie de hechos sociales tradicionalmente explicados a partir de teorías irracionales presentan, según el materialismo cultural, una razón de existencia práctica, vinculada íntimamente con la relación entre los costos y los beneficios de una práctica social y de lo que se quiere conseguir o evitar con esta.

Concretamente, se ha observado cómo cuatro de las principales religiones de la historia humana (hinduismo, budismo, judaísmo e islamismo), con sus preferencias y aversiones alimentarias, favorecen el bienestar ecológico y nutritivo de sus fieles, encontrando en los límites materiales (el modo de reproducción y de producción en consonancia con el entorno ecológico) su razón de ser, y no en la voluntad de fuerzas sobrenaturales. De la misma forma, en los casos estudiados, se observó que tanto la vaca como el cerdo son amados o aborrecidos en función de la utilidad que desempeñen en las diferentes sociedades existentes, presentando la vaca una gran utilidad que la lleva a considerarse sagrada en la India, mientras que el cerdo es abominado en Oriente Medio por resultar un animal paria (altamente costoso e improductivo). 

Finalmente, con remontar el origen de las ideas religiosas en materia de alimentación a la relación entre los costos y beneficios de los procesos ecológicos, tampoco se intenta negar que las ideas religiosas puedan, a su vez, influir en las costumbres y el pensamiento, pues estas pueden perpetuarse como señales delimitadoras entre las minorías étnicas y nacionales, y como símbolos de identidad del grupo independientemente de cualquier selección ecológica activa a favor o en contra de su existencia.

En definitiva, según el materialismo cultural, la vaca sagrada y la porcofobia no atendería a un cambio mental o conductual azaroso o por la libre voluntad y la elección moral de las personas, sino por el efecto infraestructural en la estructura y superestructura de las sociedades donde aparecieron dichas instituciones culturales.

 

 

 

7.     Bibliografía.

 

Harris, M. (2017A). Bueno para comer. Madrid: Alianza Editorial.

 

Harris, M. (2017B). Vacas, cerdos, guerras y brujas. Madrid: Alianza Editorial.

 

Harris, M. (2019). Caníbales y reyes. Madrid: Alianza Editorial.

 

Harris, M. (2021). Antropología cultural. Madrid: Alianza Editorial.



[1] Pese a que las obras empleadas para la resolución de las cuestiones planteadas no sean estrictamente sociológicas, sino antropológicas, son útiles para la disciplina en tanto que aportan explicaciones causales del comportamiento humano de determinadas sociedades.

[2] Por ello, el materialismo cultural, en tanto que materialismo, se adecúa a la tesis fundamental (enunciada en La ideología alemana) del pensamiento y filosofía marxista: no es la conciencia la que determina el ser social, sino el ser social quien determina la conciencia.

[3] El materialismo cultural también difiere del materialismo dialéctico en la medida en que entiende que la antropología no debe convertirse en parte de un movimiento político destinado a destruir el capitalismo y a favorecer los intereses del proletariado (Harris, 2021).

[4]Si bien la “metáfora arquitectónica” empleada desde el materialismo cultural es idéntica a la utilizada por el marxismo para explicar las partes orgánicas en las que se bifurca una sociedad, estas no deben ser confundidas (así como tampoco el sintagma modo de producción) pues resultan mismos significantes con distintos significados y referentes (pese a ser estos muy similares y en algunas ocasiones intercambiables).

[5] Una de las razones por las que muchas costumbres e instituciones parecen tan misteriosas se debe a que se ha enseñado a valorar las explicaciones “espiritualizadas” de los fenómenos culturales en vez de las explicaciones materiales de tipo práctico. Por ello, para explicar pautas culturales se tiene que presuponer que la vida humana no es simplemente azarosa o caprichosa (Harris, 2017B). En términos weberianos, resulta prudente presentar una “presunción de racionalidad” a la hora de estudiar el comportamiento humano.

[6] Al menos para otras tres civilizaciones importantes de Oriente Medio el cerdo resultaba tan perturbador como a israelitas y musulmanes: a fenicios, egipcios y babilónicos.

[7] Dicha afirmación se observa en El Levítico (Lev. 11:24): “Quien tocare uno… será inmundo” (Harris, 2017A).

[8] Sin embargo, pese a la pretensión de Harris de encontrar una explicación materialista a los hechos culturales de todo el mundo, este afirmaba lo siguiente sobre la prohibición explícita israelita de tantas carnes: “[…] no creo que tenga que demostrar que el 100 por 100 de los animales salvajes prohibidos se inscriben en la pauta de altos costos y bajos beneficios. No soy contrario a la idea de que una o dos especies mencionadas en el Levítico quizá no fueron prohibidas por motivos ecológicos sino para satisfacer prejuicios azarosos o para coincidir con algún oscuro principio d simetría taxonómica inteligible únicamente para los sacerdotes y profetas del antiguo Israel” (Harris, 2019).

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